Leonardo estudia anatomía durante décadas, diseccionando más de treinta cuerpos humanos. El saber, afirma, “es el sustento y el auténtico y perdurable patrimonio del espíritu”. Dibuja “El hombre de Vitruvio”, donde exalta al ser humano como “microcosmos”.
Por Enrique Sánchez. 13 marzo, 2023. Publicado en El Peruano, el 11 de marzo de 2023.Pocas figuras de la historia son tan estimulantes como la de Leonardo da Vinci. Pintor supremo, sí, pero también ingeniero, inventor, arquitecto, anatomista, botánico o geólogo. Un hombre dotado de una imaginación desbordante y una curiosidad infinita, que desea conocerlo todo.
Leonardo nace en Vinci, un pueblo cerca de Florencia, en 1452. Es hijo ilegítimo de un notario florentino y una campesina de dieciséis años. Su padre lo lleva con doce años a Florencia: el Silicon Valley de la creatividad renacentista. La ciudad tiene entonces 40 000 habitantes y su tasa de alfabetización es la más alta de Europa (un tercio de la población sabe leer y escribir). Su duomo, la bellísima catedral de Santa María del Fiore, exhibe la cúpula de Brunelleschi, la más grande del mundo. Su moneda, el florín, es famosa por la pureza de su oro. Y sus gobernantes, la familia de banqueros Médicis, patrocinan a los mejores artistas.
Aprende a pintar en el taller de Andrea del Verrocchio. Una vez independizado, Leonardo pinta la Adoración de los Reyes Magos (un torbellino de figuras humanas y animales, de emoción y movimiento) o el retrato de Ginevra de’ Benci. Frente a la costumbre de pintar a las mujeres totalmente de perfil, él nos deja contemplar sus ojos: adentrarnos en su psicología, explorar su melancolía y su atisbo de sonrisa.
Pasa casi dos décadas en Milán, donde trabaja para el duque Ludovico Sforza. En su corte, produce espectáculos y trabaja como ingeniero, arquitecto e inventor. Diseña armas de asedio, cañones, carros de combate, fortalezas, puentes, diques o edificios públicos. Concibe todo tipo de máquinas futuristas: algunas utópicas o ineficientes; otras, como la escafandra, el helicóptero o el automóvil, que se desarrollarán siglos después.
Se plantea las preguntas más diversas: ¿Por qué el cielo es azul?, ¿por qué brilla la luna?, ¿por qué se forman remolinos en el agua y en el aire?, ¿por qué hay fósiles en las montañas?, ¿cómo es la lengua del pájaro carpintero? Y ensaya respuestas visuales en sus cuadernos, de los que hoy conservamos 7200 páginas de notas y dibujos suyos; quizá un tercio de las que creó.
Se esfuerza por aprender latín, matemáticas y geometría. Posee más de cien libros en su biblioteca, sobre ingeniería militar, agricultura, música, cirugía, salud, física o literatura. Aunque su conocimiento no es libresco, sino empírico. Afirma: “Debemos empezar por la experiencia y, por medio de ella, investigar la causa”. Y defiende la importancia de los experimentos replicables (como hará Galileo un siglo después). En su observación de la naturaleza busca redes, patrones, recurrencias y analogías. Por ejemplo, entre el corazón y los brotes de semillas. O entre los remolinos de agua y los rizos del cabello.
Leonardo estudia anatomía durante décadas, diseccionando más de treinta cuerpos humanos. El saber, afirma, “es el sustento y el auténtico y perdurable patrimonio del espíritu”. Dibuja “El hombre de Vitruvio”, donde exalta al ser humano como “microcosmos”: un universo en miniatura. Pinta obras cada vez más perfectas. “La dama de armiño”, por ejemplo; o “La última cena”, en la que trabaja tres años. Allí, igual que otros pintores italianos, representa a san Juan como un adolescente de belleza afeminada, para señalar su juventud. En “La Gioconda” (o “La Mona Lisa”) se observa una de sus invenciones, el “sfumato”: la técnica de pintar las figuras sin bordes o contornos definidos, sino difuminados, suaves, como los vemos en la realidad. La mirada de la joven nos sigue a todas partes. Y su sonrisa nos cautiva, enigmática. Evidencia su talento pictórico, pero también su estudio de los músculos de los labios.
Leonardo muere en 1519, a los 67 años, en un “chateau” de Francia, donde había sido recibido como “primer pintor, ingeniero y arquitecto” del rey Francisco I. Allí reposa el bastardo, el trotamundos, el hombre que dejó inacabadas tantas obras, que no publicó ningún libro en vida y que nunca aprendió bien latín o matemáticas. Y que, precisamente por ello, como afirma su biógrafo Walter Isaacson, se convierte en un modelo más humano. Porque, sean cuales sean nuestras singularidades y carencias, nos invita a observar el mundo con ojos nuevos. A estimular nuestra mente con una curiosidad siempre fértil. A amar el conocimiento. A interesarnos por muchas ramas del saber. A relacionar sentidos, imágenes y palabras. A no tener miedo. A inventar, a soñar, a crear. A todo ello nos invita Leonardo da Vinci: el genio universal.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.